Por un puñado de muffins

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Por un puñado de muffins

Seguro que a más de uno le ha venido a la cabeza el clásico del cine de 1964 dirigido por Sergio Leone y protagonizado por Clint Eastwood y Gian Maria Volonté, y con la inolvidable banda sonora del recientemente fallecido Ennio Morricone. Sin embargo, poco tiene que ver la reflexión que me gustaría trasladaros con la trama sobre la que trata dicha película,

eso sí, como diría Barney Stinson, lo que os voy a contar es una “TRUE STORY”, y nada de storyinventing, que demasiado hay circulando por redes.

 

Esta historia me sucedió la semana pasada cuando, después de haber realizado la compra semanal, al llegar a casa vi que las magdalenas (muffins para los que me leen al otro lado del Atlántico) que acababa de comprar, estaban enmohecidas y no se podían comer. No había llegado la fecha de caducidad, pero el calor criminal que hubo en Zaragoza (más de 42ºC) la semana pasada, seguramente aceleró el proceso.

 

A la mañana siguiente, bajé al comercio en cuestión y esperé a que no hubiera ningún cliente, y de una manera educada, comenté lo sucedido. La gente que me conoce sabe que, seguramente fue más incómodo para mí que para la familia que regenta el negocio. Soy especialmente empático por lo que no lo paso bien en estos casos, y como elemento añadido en este caso, tengo cierto cariño al sector de alimentación, ya que mientras cursé bachiller y mis estudios universitarios, trabajé durante los veranos (7 en concreto) en una cadena de supermercados aragonesa, que ya lamentablemente no existe.

Sin intercambiar apenas unas palabras, me cambiaron la bolsa de magdalenas. Sin embargo, el trato recibido de forma airada no fue el esperado, llegando a ser una situación incómoda. No pretendía ni siquiera que me las cambiaran, sólo pretendía comunicarles lo sucedido, porque yo he estado al otro lado, sé lo importante que es la opinión del cliente. Me fui dándoles las gracias por habérmelas cambiado, pero con cierto sabor amargo por lo acontecido.

 

¿Por qué os cuento esto? En los últimos años en mi carrera profesional, he estado más cerca al marketing, principalmente digital, y tengo muy interiorizados conceptos como “todo tiene que estar centrado el cliente”, “hay que tener visión 360º”, “somos costumer centric”, “definir el journey y los diferentes puntos de contacto con la marca es vital”, “cuanto es el CPA”, y sobre todo, “hay que conseguir fidelizar al cliente y sobre todo que nos recomiende”. Conceptos que son conocidos para todo el mundo, pero que son difíciles de aplicación en el día a día, pero que marca la diferencia entre empresas.

Volviendo a casa, todos estos conceptos daban vueltas en mi cabeza, e intentaba poder encontrar justificación, intentando comprender el motivo por el cual el trato hubiera sido ese, con lo complicado que resulta atraer un cliente a tu negocio y fidelizarlo. Y una duda dominaba todo: como cliente, ¿no valgo ni un puñado de muffins?